lunes, 30 de noviembre de 2020

Semana de la ciencia. Concurso de carteles. Primer premio

Primer premio del concurso de carteles

Lucía Francisco Liboreiro, de 2º ESO A, firma este magnífico cartel ganador  de la Semana de la Ciencia en la que se reúne un amplio abanico de disciplinas científicas. Más que nunca ahora la ciencia -física, química, astronomía, medicina, geografía, matemáticas o biología- es nuestra esperanza.




Semana de la ciencia. Concurso de carteles. Segundo premio.

Segundo premio del concurso de carteles

La calidad artística y el sentido del humor promueven la ciencia en este cartel de Natalia Solórzano Muñoz, de 2º ESO D, que protagonizan Albert Einstein, icono de la ciencia del siglo XX y una mujer científica, protagonista de la ciencia en el siglo XXI.




Semana de la ciencia. Concurso de carteles. Tercer premio.

Tercer premio del concurso de carteles

Paula Riestra Álvarez, de 2º ESO A da en la diana con este cartel que nos pone en la más candente actualidad científica, con el coronavirus como protagonista y la ansiada vacuna que se lanza al corazón del temido germen que ha transformado nuestras vidas en los últimos meses.




Semana de la Ciencia. Concurso de carteles

Ha sido realmente muy competida la selección de los trabajos ganadores del concurso. Evidencian este hecho los excelentes carteles presentados que han resultado finalistas. En el pie de las fotos indicamos autor/a y curso al que pertenecen.



Arriba, de izquierda a derecha: Ana Pérez Amieva (2º ESO  
Inés Pando Suárez (2º ESO B) y  Laura Pereira Rodríguez, 
 (2º ESO C). Abajo Ana Tirado Lucena (2º ESO B)

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A la izquierda: Mateo Pumarada (2º ESO B). 
A la derecha: Samuel Figueroa Sánchez (2º ESO A)


Alina Klymiv Matusiak, 2º ESO B



Alejandra Llaneza Balsera, 2º ESO B


Laura Palma Gutiérrez, 2º ESO B


Inés Mata Casado, 2º ESO B


Natalia Solórzano Muñoz (2º ESO D) que complementa
el cartel con las fichas biográficas (abajo) de sus protagonistas:
T.A. Edison y Martha Jane Bergin Thomas.




Raquel Caballero González, 2º ESO A


Daniela Fraga Arias, 2º ESO E.



Semana de la ciencia. Concurso de carteles

Un clásico de la Semana de la Ciencia de la biblioteca del IES La Ería es el concurso de carteles de la ciencia. Como en el caso de las presentaciones, en esta convocatoria los carteles han sido realizados por el alumnado de 2º de ESO bilingüe y no bilingüe. No hemos podido exponer los trabajos en la biblioteca, pero uno de los pasillos del centro nos ha servido de soporte para mostrarlos, además de nuestro blog. Aquí os mostramos el conjunto de trabajos: 



Acceso al álbum de fotos Semana de la Ciencia

Semana de la ciencia. Mujeres científicas

 Adrián Cruz Noval, de 2º ESO E, es el autor de esta presentación sobre una de las más brillantes mujeres científicas del siglo XX: Marie Curie.

Para ver la presentación, clicar en la foto.




Semana de la ciencia. Mujeres científicas

En el reconocimiento a las mujeres de ciencia asturianas no podía faltar Margarita Salas, una de nuestras más notables científicas. Accedemos  a su biografía y logros profesionales en esta vídeo presentación animada en inglés realizada por Paula Alonso, de 2º ESO E con Renderforest.





Semana de la ciencia. Mujeres científicas

Del 23 al 29 de noviembre hemos estado celebrando la Semana de la Ciencia, resultado del trabajo del departamento de Física y Química -con las profesoras Ana Rosa Flórez González y Mª José López- con la colaboración de la biblioteca.

Como ya sabemos, en este curso no contamos con el espacio de la biblioteca ni siquiera con la posibilidad de desarrollar actuaciones presenciales en  lugares alternativos, así que este blog es nuestro espacio de actuación al tiempo que medio de difusión del trabajo desarrollado por el alumnado.

Además del concurso de carteles de la semana de la ciencia, varios han sido los trabajos realizados por el alumnado. Para visibilizar el imprescindible trabajo de las mujeres en la ciencia podemos ver la presentación sobre la científica asturiana Rosa María Menéndez López realizado por Sara González Naves, de 2º ESO E.  Nos ofrece además dos versiones: en español y en inglés. 

Para visualizar la presentación se debe clicar en la imagen.


Presentación en español



Presentación en inglés













miércoles, 18 de noviembre de 2020

Relatos épicos: El cantar de Martín de Azahar

El cantar de Martín de Azahar es el relato épico escrito por Sara Rodríguez Alonso


El cantar de Martín de Azahar



Un correo, al galope, surcaba las praderas castellanas acompañado de la primera helada del invierno. Regresaba de un camino de varios días, orgulloso, pues no solo había completado su enmienda, sino que había encontrado algo de posible interés para su señor, el altísimo monarca. Su descubrimiento podría bien cubrirlo de oro o llevarlo a la hoguera, siendo verdaderamente más probable la segunda opción. Así todo, creyó que merecía la pena correr el riesgo. 

Tan solo unas semanas después, ropajes cálidos sentábanse desde hacía rato a lo largo y ancho de la mesa. A un lado, el crepitar de las llamas, que rellenaba hasta el más pequeño rincón del gran salón, y al otro, un gran tapiz, representación de la casa que reinaba en aquel momento. Pese a lo grandioso del castillo y la comodidad del calor del interior, ni una sola sonrisa podíase ver, por el contrario, en cada silla, con su correspondiente séquito detrás, encontrábase un semblante más serio que el anterior. 

Mirábanse unos a otros los más prestigiosos nobles y clérigos del reino. Altos, bajos, gordos, delgados, fuertes, guapos, feos, rubios, morenos, intentando, sin excepción, darse esos aires de importancia correspondientes a cualquiera de aquellos miembros del grupo privilegiado, mas, por primera vez en siglos, ninguno osaba pronunciar palabra. 


Centrado en la mesa, tras haber pasado ya por manos y ojos de todos, se encontraba el motivo de aquella extraordinaria reunión: un pergamino amarillento y en parte roído por las ratas pues había pasado varias décadas oculto tras unos pesados manuscritos bíblicos en un monasterio que estaba, años ha, desierto y cayéndose a pedazos. 

Podíase leer un cantar heroico, uno un poco distinto a cualquier otro que hubiese sido cantado hasta entonces por juglar alguno. ¿Por qué iba un monje a molestarse en pasar a tinta algo tan vulgar como aquellas palabras recitadas en vaya Dios a saber qué aldea? ¿Por qué no hablaba aquel texto del Cid, sino de otro guerrero? 

Este tipo de preguntas eran las que se hacían los miembros del comité reunido aquella tarde, incapaces de analizar lo escrito, incapaces de entender por qué era tremendamente importante, tanto para aquel monje que decidió escribirlo, como para el pueblo y ellos mismos. 

Era la historia de un pueblerino que, como muchos más habían hecho, tras varios años de malas cosechas, tuvo que refugiarse en las batallas, presa del hambre y de un secreto que, de saberse, costaríale la vida. 

Por muy poco caballeroso que sonase el nombre, llamábase el protagonista Martín, un joven de diecisiete años, con el cabello del más puro oro, tez pálida pese a las largas horas de sol que sufrió recogiendo trigo y con los ojos más azules que hubiesen mirado Castilla. Con buen corazón, generoso con todo el que se cruzase en su camino, dulce, piadoso y, para rematar, con un don para algo tan bien pagado como es la panadería. Pretendido por muchas y sin embargo, aún por casar. 

Incompleto, el pergamino reflejaba tan solo un fragmento de su vida: sus días antes de la guerra y una sola de sus muchas hazañas, concretamente la última. 



Habiendo ya resumido lo primero, centrémonos pues en lo importante, la última de sus batallas: 

Martín, por aquel entonces ya un tirador conocido entre las tropas, colocábase en primera línea del escuadrón de arqueros que, agazapados tras unos arbustos en lo alto de una suave colina, esperaban al sonido del cuerno para comenzar a disparar. 


En tensión, armados con poco más que una fina cota de malla y un puñal corto por si el infortunio quería que algún enemigo traspasase las líneas de infantería. Con una mano en el arco y la otra en la primera flecha, sin cargar aún, en un silencio tan profundo que prácticamente podíanse oír los latidos del corazón de cada uno de ellos. 

El viento comenzó a soplar en su contra, dándoles una pequeña desventaja que no les preocupó mucho pues, si una vez más el sino estaba de su parte, podrían compensar con la altura del terreno. 


Uno de los soldados alzose, pues en cuclillas no podían ver el campo de batalla y Martín diose la vuelta para mirarle, frunciendo el ceño. Cierto es que el cuerno tardaba más en sonar de lo habitual pero las órdenes eran de esperar y debían obedecer, bien sabía el señor qué hacer. 

Eso quiso creer nuestro héroe, mas esta vez no era así. 

Palideció su compañero y marchose corriendo lo más rápido y lejos que pudo, rompiendo la formación sin importarle lo más mínimo, haciendo que algunos más imitasen su comportamiento, viendo así, uno tras otro, lo que quedaba de las tropas aliadas. O, mejor dicho, lo que no quedaba de ellas. 

En una derrota aplastante cascos, armaduras, caballos y escudos acabaron desperdigados por el suelo, aplastados, apilados e incluso rotos en algunos casos. Completamente teñido de rojo ya ni el metal era capaz de relucir. Por vez primera desde que Martín habíase alistado, no quedaba rastro de aquel imponente y grandioso ejército. Al fondo, clavado en uno de los cadáveres, como si aquel hombre hubiese muerto empalado, ardía el estandarte con la aún reconocible bandera de Castilla. 

Quedose quieto, sabiendo que correr sería inútil, pues ya se oían los cascos de los caballos enemigos subiendo el cerro y mejor morir luchando hasta el último aliento que huir y perecer sin honor. 

Y así fue, mantúvose en pie, disparando flechas el mayor tiempo posible, llevándose consigo a media docena de soldados y dejando sin caballo a otros tantos. Mas como es evidente, eran demasiados para uno solo, resultando al final en una muerte rápida, con una certera estocada que partió sin problemas la cota de malla que protegía su garganta, apuñalándole, pero manteniendo la cabeza en su lugar. 

Por un segundo, notó el sabor de la espada en su boca, acompañado de un murmullo, como el silbido del viento en lo más profundo de sus oídos. Cayó al suelo de rodillas, sintiendo la acumulación de sangre en sus pulmones impidiéndole respirar, ahogándole. 

Reaccionó a tiempo de tener un último pensamiento, con la imagen de a quien iba dedicado grabada a fuego en sus ojos moribundos: «Te quiero». Y de golpe, nada más que una oscuridad abrumante. 

Con ese territorio ya perdido, nadie más que la naturaleza fue capaz de recoger aquel cuerpo. 

No tardó la noticia en llegar al monasterio de la orden cisterciense de León, por carta, para que, al igual que en el resto de Castilla, rezasen por las almas cristianas caídas en la batalla. 

Recibió al mensajero un joven monje, de nombre Durán, cabello azabache y unos ojos verde enebro, aún no perjudicados por las largas horas escribiendo y copiando a la luz de las velas, que no tardaron en inundarse de lágrimas. Bien sabía él que Martín formaba parte de aquellas tropas y que “sin supervivientes” no era ninguna exageración. 

Agradecióle al mensajero, como era habitual, con algo de pan, para después cerrar la verja que separaba el monasterio del camino. Acto seguido, con las manos temblorosas, apresurose en darle la noticia al abad y pedir permiso de retirarse a su celda, con la excusa de comenzar el rezo solicitado en la carta. 

Los pasillos, tan estrechos y fríos como de costumbre, hacíansele esta vez eternos, dándole punzadas en los huesos, helándole la sangre. Cada paso resonaba en su cabeza como un grito lejano, de dolor, rebotando en sus orejas, nariz y boca, queriendo salir pero que, al no permitírselo, ahogábale. 

Cuando por fin llegó, la corriente silbaba a su alrededor, acallando un poco el dolor de oídos, pero empeorando la acumulación del llanto en la boca de su estómago. Abrir aquella puerta de madera, carcomida ya por los bichos, pareciole la peor de las torturas, no tenía fuerza más que la necesaria para mantenerse en pie. 

Cayó de rodillas al pie de la cama, al igual que Martín en el campo de batalla, suplicando, a quien quisiese oírle, que cambiase su alma por la de él. 

Al fondo, pero cerca, los murmullos de la misa de la mañana, rezos, cantos, palabras que para él habían repentinamente perdido todo el sentido, ¿de qué servía todo aquello si Dios no había escuchado sus ruegos? ¿De qué servían sus súplicas si Dios no había protegido a Martín? 

Fue ahí, justo ahí, con los puños apretados, las rodillas hincadas en el suelo, frías, ya doloridas, la cabeza baja y las lágrimas rodando por sus mejillas hasta su barbilla y de su barbilla al suelo cuando perdió la fé. 

Renunció a toda promesa de vida eterna que pudiesen haberle hecho, a todas las creencias, supersticiones y lecciones que sabía desde niño. Prometió, con el corazón en un puño y el alma plagada de dolor, que Martín podría estar muerto, pero su historia no lo terminaría aquel día. Juró que haría que lo recordasen, que todo el reino conocería su nombre, que no habría muerto para ser olvidado como un soldado más, porque, al menos para Durán, no lo era. 


Y cumplió: dedicó toda su vida, día tras día, a robar pequeños frascos de tinta y varias hojas de papel del monasterio para, a la caída del sol, encerrarse en su celda a escribir un cantar para su héroe. Sin descansar ni una sola noche, y al acabar, empezaba de nuevo, llegando a relatar toda su historia casi seis veces, habiéndose quedado sin suficiente vista como para continuar a mitad de la última copia. 


Grandes fueron los esfuerzos de destruir la obra, llegando a quemar aquel monasterio abandonado, según el clero “para asegurar la palabra del Señor”. Mas Durán no era ningún tonto. 


Tras comprobar que sus pérdidas de vista eran ya pronunciadas, abandonó ese lugar al que por muchos años había llamado hogar, para dedicar el tiempo que le quedaba de vida para buscar distintos lugares en los que esconder cada una de sus copias, siendo la copia incompleta enterrada con él, oculta bajo los harapos que vestía el día de su muerte. 

Así fue como, muchos siglos más tarde, reuníase una asamblea, del mismo modo que los que intentaron borrar a Martín de la historia, sin muchas diferencias a parte de la tecnología que disponían y, quizá algunos, menos odio acumulado en el alma. 

Un par pusieron en cuestión la veracidad de aquellos escritos, seguramente no porque lo creyesen, sino porque no querían que fuese cierto. Tachaban de imposible aquella osadía por parte de un monje, declarando que era una falsificación, por mucho que las pruebas que se habían realizado en varios laboratorios dijesen lo contrario. 

La mayoría, sin embargo, quedaron maravillados con aquel relato, y comentaban, con las lágrimas asomando, que aún nos quedaba mucho que aprender de aquel héroe, sin apellido de nacimiento, pero al que habían decidido bautizar como Martín de Azahar, por la pureza, la sencillez, y la bondad que representan esas flores. 

Y cantaban las últimas líneas:

y que todos conozcan a alguien como él, deseo.

Alguien sin prejuicios, con tanta bondad como sonrisa, que atento sea.

Alguien que sepa ver más allá de una frontera, un color o una bandera.

Que pelee por sobrevivir y no por gusto.

Que defienda, y defienda lo justo.

Relatos épicos: El manuscrito

Ián Morán Niembro es el autor de este segundo relato épico: El manuscrito


El manuscrito

No hace muchos años, en un monte casi olvidado por el mundo por su poca apariencia, un noble caballero, fiel a sus principios, justiciero y con capacidades extrañas para afrontar cualquier tipo de reto, se encuentra en una pequeña capilla un manuscrito, que una vez se puso a leer, no pudo parar hasta terminar. En él le explicaba que todo aquello que podría haber ocurrido en el pasado, las personas no habían quedado con la verdad de lo sucedido.

Dicho manuscrito llevaba enterrado durante mucho tiempo y seria mostrado únicamente por aquel que tuviese la suficiente fuerza y honradez para no dejar que fuese leído nunca más.


En él aclaraba muchas de sus dudas, lo que realmente es el ser humano, el porqué de lo sucedido y de dicho manuscrito y la dificultad para que otros lo entendieran de igual forma y sus posibles consecuencias.

Comenzó su andadura intentando hacer ver a los demás aquello leído. Unos le siguieron, otros le trataron por loco y otros le exigían el porqué de los que decía. Consiguió formar su propio ejército preparándolo a su vez para lo que no tardaría en saberse.

Conquistaron lugares lejanos y cercanos al suyo a los que nunca dejo de proteger de mil maneras por causa de ese manuscrito.

Alguien al que le extraño aquella capacidad y fuerza, investigo su vida consiguiendo llegar a aquella pequeña capilla, donde nada más entrar ya se notaba distinta sensación, utilizando aquello para predicar lo contrario y a su vez formando ejércitos contrarios para quitarle de alguna manera aquello que había conseguido.

Tras guerra y guerra, unas ganadas y otras perdidas, aquel noble caballero de indiscutible fuerza, sabiduría y corazón, consiguió mucho de lo que aquel manuscrito le había pedido sin poder darle nada más que su protección a cambio.

Dicho manuscrito desapareció, lo enterró en el mismo momento que terminó de leerlo.

Relatos épicos: La respuesta a tus lágrimas

El alumnado de 1° de Bachillerato B, con el profesor Pablo Álvarez Fernández,  trabajó el tema de la épica y de la necesidad de contar con personas a las que tener como referentes. 

La propuesta de trabajo tenía como punto de partida la ficción de que, en estos tiempos extraños, se encuentra un manuscrito medieval con un cantar de gesta nuevo, que nada tiene que ver con el famoso Cid. 

En primer lugar La respuesta a tus lágrimas, de Mateo Prieto Suárez

La respuesta a tus lágrimas


A veces despiertas de una pesadilla y sientes la maravillosa oleada de alivio al comprender que los horrores que veías eran solo fantasmas y que estás a salvo en tu cama caliente.

A Brianda le sucedió justo al revés.

Había estado soñando con algo feliz, en algún lugar feliz, acunada en plumas con una sonrisa en la cara. Entonces notó el frío, deslizándose en su corazón por mucho que se acurrucara. Luego el dolor en las piernas escocidas cuando cambió de postura en el suelo inclemente. Después el hambre que ya le mordisqueaba las entrañas y regresó en oleada allí mismo, haciendo que despertara con un gemido.

Abrió los ojos de mala gana y vio el cielo frío y gris a través de unas ramas que crujían con el viento, y también algo que se mecía en...

- ¡Mierda! - graznó, apartándose a rastras de su capa desgastada.

Habían colgado a un hombre del árbol bajo el que habían dormido. Si se levantaba y se erguía, podría haber tocado los pies que se balanceaban. Al acostarse, estaba demasiado oscuro para verse sus propias manos, no digamos ya un cadáver ahorcado encima de ellas. Pero en esos momentos era imposible pasarlo por alto

- Hay un muerto - gimió Brianda, señalando con un dedo tembloroso.

Inés apenas le dedicó una mirada fugaz.

-Considerándolo todo, prefiero que me sorprenda un muerto que un vivo. Toma - Puso algo en la mano helada de Brianda. Una punta de pan húmeda y un puñado de aquellas horribles bayas amargas que dejaban los dientes de un color rojizo -. El desayuno. Saboréalo, porque es toda la comida que Dios nos ha tenido a bien a conceder. - Juntó sus manos morenas y sopló en ellas, muy poco a poco, como si incluso el aliento fuese un recurso que debiera racionarse -. Mi padre siempre decía que se puede descubrir toda la belleza que hay en el mundo mirando la forma en la que se columpia un ahorcado.

Brianda mordió el pan mojado y masticó en su boca dolorida, mientras sus ojos no dejaban de regresar al cuerpo, que iba girando despacio.

- Pues yo no se la veo, la verdad.

- Reconozco que yo tampoco.

- ¿No deberíamos bajarlo?

- Dudo que nos lo vaya a agradecer.

- ¿Quién será?

- Si te soy sincera, hasta ahora no ha tenido mucho que decir al respecto. Podría ser un hombre de Dios, ahorcado por uno de los mahometanos. Podría ser uno de los conversos ahorcado por uno de los hombres de Cristo. Ya no supone una gran diferencia, los muertos no combaten por nadie.

¿Cuántos conocidos de Brianda habían caído en las últimas semanas? Notó las lágrimas y el llanto al fondo de la nariz y lo sorbió con ímpetu.

- ¿Cuánto más de esto podremos soportar? - Sabía que su voz ya sonaba chillona y rasposa, pero no se pudo contener.

- ¿Que cuánto puedo soportar yo? - Preguntó Inés -. Tenía 6 años cuando mi padre me envió por primera vez a arrancar flechas de los muertos. Yo puedo soportar lo que me echen. Ahora, ¿Cuánto puedes soportar tú? Si caes y no consigues levantarte, habremos descubierto cuál es tu límite. Hasta entonces... - Miró entre los árboles mientras se limpiaba los dientes manchados de bayas con una uña -. No podemos quedarnos aquí paradas. Ni tampoco llegar al bastión de Pancorbo. Aún no puedo creer que tú hermano abandonase las fortificaciones, todo para que su nombre "fuera recordado". 

- Hombres. Todo por el rey, la patria y la gloria.

- Da igual, los supervivientes se estarán replegando en desbandada hacia Ubierna. Allí iremos. Serán varios días de viaje, tal vez semanas.

Semanas de marcha a través de montañas, secarrales y vadeando ríos, esquivando a crueles enemigos, comiendo bayas y durmiendo bajo hombres ahorcados. Brianda notó volatilizarse sus ánimos.

Pensó en su habitación en Frías, en su padre esperándola cada mañana para desayunar juntos y luego ir a sus quehaceres habituales, en las charlas insustanciales que tenía con su madre mientras tejían al fuego de la chimenea del palacete, en los perros suplicándole un trozo del corzo o la garcilla pertinente.

Pensó en los "grandes" guerreros alineados a ambos lados de la hoguera. Todos riendo tras escuchar algún chiste que había hecho ella. En su hermano, el muy zoquete se había tirado contra el ejército de musulmanes en una desventaja de hombres notable, sólo para llamar la atención de esos grandes guerreros, que lo único que hacían era inflar sus propios egos entre ellos recordando masacres de hace 15 o 20 años.

Pensó en las calles de Frías, en la taberna de la plaza donde ya todo el mundo la conocía por sus pequeñas paradas antes de volver a casa después de ir a cuidar de los caballos, en los caballos, su joven mallorquín el cual su hermano le había "confiscado" para ir a batallar, el mismo que había visto caer cuándo se había lanzado a la carga.

Anhelaba regresar a la seguridad y al calor, y ser infravalorada en vez de perseguida, pero sus padres se habían empeñado en que alguien de confianza debía acompañar al bruto de su hermano para intentar controlarlo, ya además le habían puesto a esa loca de Inés como escolta, no aguanto más y se derrumbó ahí mismo. Inés se acercó a ella y con la voz más suave y agradable que le había escuchado hasta ahora le puso una mano amable en el hombro

- ¿Sabes lo que me decía mi padre cada vez que me echaba a llorar?

- No... - gorjeó Brianda, chorreando un moco.

Inés le propinó una bofetada inesperada en la cara.

Brianda boqueó y se llevó la mano a la mejilla ardiente.

- ¿Qué demonios...?

- Eso era lo que me decía. - Inés la sacudió con fuerza-. Y cuando esa es la respuesta a tus lágrimas, aprendes bien pronto a dejar de gimotear y ocuparte de lo importante.

-Au -musitó Brianda, notando como le palpitaba la cara entera.

- Sí, lo has pasado mal. Te han arramblado por medio reino para acompañar a tu hermano para que al final se suicide por gloria y honor, has estado 2 semanas arrastrándote por ahí durmiendo a la intemperie y bla, bla, bla. Pero has nacido en el seno de una familia noble con todos los miembros de tu cuerpo y una buena dentadura en esa cara tan bonita, además de que eras la única hija de un noble con un sequito de imbéciles que te adoraban.

- Eso no es justo.

Dio un respingo cuando Inés volvió a abofetearla, con más fuerza aún si cabía.

- Estás acostumbrada a mangonear a los viejos con un chasquear de dedos. Pero como los sarracenos te pongan las zarpas encima te harán chasquear a ti. Te hará chasquear los huesos hasta partirlos, y será culpa tuya tu propia culpa. Eres una malcriada, Brianda. Eres blanda como la grasa del cerdo. - Clavándole un dedo en el dolorido pecho una y otra vez-. Para tu propia suerte, estoy aquí contigo y voy a convertir esa grasa en pura roca para el altísimo y para ti misma.

- ¡Serás lagarta! - chilló Brianda y le propinó el primer puñetazo de toda su vida.

Fue un buen puñetazo, que le echó la cabeza hacia atrás y envió gotas de saliva por los aires. Brianda siempre se había considerado frágil. Más observadora que involucrada. Pero en esos momentos, una furia que no había sabido que tenía estaba bullendo en su interior. Era una sensación agradable, fuerte. El primer atisbo de calor que había sentido en semanas.

Alzó el puño una segunda vez, pero Inés la cogió de la muñeca, luego también del pelo y, de un tirón, la obligó a arquear la espalda hacia atrás. Brianda dio un graznido cuando se vio apresada contra el árbol con una fuerza abrumadora.

- ¡Ahí está esa roca! - Inés sonrió de oreja a oreja, mostrando unos dientes manchados tanto de sangre como de bayas-. Algún día conseguiremos hacer un monolito que asuste a todo hombre y del que hasta el Creador estará orgulloso. -Soltó el pelo de Brianda-. Y ahora, ¿ya has calentado? ¿Estás lista para bailar conmigo hacia el oeste? -Su mirada se posó en el cuerpo que se mecía- ¿O prefieres bailar la jota con nuestro amigo?

Brianda dio una larga bocanada y la soltó humeante al aire frío. Entonces levantó las manos, una de las cuales se acababa de añadir a sus desgracias palpitando de dolor.

- Estoy lista.

Brianda se intentó hundir más en las raíces con el agua helada del río hasta el cuello y el pelo lleno de mugre, oyendo las trabajosas pisadas de los herejes en el camino. Por cómo sonaba, eran demasiados. Se preguntó qué pasaría cuando la atrapasen. Intentó que su respiración se hiciera lenta, regular y silenciosa.

Entre el miedo, la preocupación por los suyos, la molestia de sus magulladuras y cortes y la constante hambre y el insistente frío, aquella debía de ser la tarde más asquerosa que había pasado en su vida, y eso que los últimos días habían dejado el listón muy alto.

Sintió la yema de un dedo bajo la mandíbula, cerrándole la boca, y cayó en la cuenta de que sus dientes habían empezado a castañear. Inés estaba apretada contra la ribera a su lado con el agua hasta la afilada barbilla y el pelo aplastado sobre el rostro ceñudo, quieta como la tierra, paciente como los árboles, dura como el granito. Sus ojos pasaron de Inés al saliente de raíces que tenían encima, y sin hacer ruido sacó un dedo del agua y se lo llevó a los labios llenos de cicatrices para mandarle callar.

Se empezaron a distinguir algunas voces, murmullos, sobre todo, pero Brianda reconocía algunas, se emocionó al percibir la de su hermano y empezó a dirigirse rápidamente hacia el saliente en silencio, pero Inés la asió del hombro y la mantuvo firmemente pegada a ella.

- ¿Qué crees que nos van a hacer Mendo? - Con un tono de voz roto que mostraba pánico.

- ¿Acaso importa? - Una voz tranquila y cansada, como si ya hubiera respondido esa pregunta otras veces y hacía poco.

MENDO, su hermano aún estaba vivo, esa voz tan pedante y cansina que llevaba escuchando cada mañana desde hacía 19 años era inconfundible.

- Inés, mi hermano está ahí arriba, tenemos que hacer algo -. Dijo en susurros mientras se zafaba de ella, asomaba la cabeza entre los matojos e intentaba vislumbrar lo que ocurría allí arriba.

Se encontró con uno ojos de color gris que miraban directamente en su dirección, que aún no habían reparado en ella, pero que tarde o temprano lo harían. Eran los ojos de Mendo, igualitos como los recordaba.

Brianda se había obcecado tanto en su hermano que aún no había caído en la cuenta de toda la gente conocida que había con él, todos maniatados y avanzando penosamente, rodeados por un destacamento de sarracenos con cara de pocos amigos. No había posibilidad de hacer un combate abierto, no en esas condiciones, así que decidió volver con Inés.

- Están atados ahí arriba, los descreídos nos superan 20 a 1 y aún si pudiéramos desatar a alguno de los nuestros solo sería para morir con las manos vacías sin la posibilidad de hacer nada.

- Mejor morir de pie que vivir de rodillas.

- No creo que los de ahí arriba opinen lo mismo.

- Nadie lo hace, simplemente es algo a lo que atenerse en este tipo de situaciones.

- Pero les vamos a ayudar, ¿verdad?

-

- Inés, no podemos dejarles en la estacada así, no ahora.

- Ya lo sé, estoy pensando, pero tu voz hace demasiado ruido…  Eso es… ¿Te dieron clases de canto en frías?

- Sí, pero… ¿De qué nos sirve eso ahora mismo…? Espera, ¿pretendes que yo te haga de cebo? ¿Acaso soy tu bola de sebo particular?

- Tómatelo como si estuvieras en uno de esos cuentos que tanto te gustan, una muchacha que ignora el peligro que la acecha en los recovecos más oscuros de este bosque y que va cantando siempre por ahí, además, es por tu hermano, si quieres continuamos andando.

- Está bien, ¿Qué tengo que hacer?

- ¿Había muchos arqueros?

- Casi una docena.

-Perfecto. Divide y vencerás. - Mientras le hacía entrega de su primer filo, una navaja de no más de 10 pulgadas, suficiente para acabar con un hombre si se tiene cierta maestría con las armas, Brianda lo más parecido que había cogido en su vida eran las agujas de coser. El combate no era una opción.


Brianda corrió cuesta abajo dando traspiés, los árboles y el cielo daban brincos ante sus ojos, todos los planes que habían hecho perdidos en el viento junto con su capa ya solo le quedaba la daga que le había dado minutos antes Inés como ayuda de última hora. Era el problema de los planes: no había muchos que sobrevivieran a la persecución de una jauría de perros durante un aguacero. Unas zarzas mojadas le engancharon el tobillo. La dejaron tambaleándose, pero las maldiciones que iba a decir quedaron interrumpidas en seco cuando se dio de bruces contra un árbol, cayó y rodó sin remedio entre arbustos espinosos, gañendo en cada rebote y luego dando un largo gemido mientras resbalaba boca abajo por un montón de hojas y tierra empapadas.

Miró hacia arriba y vio un par de botas. Subió más la mirada para comprobar quien las portaba, el hombre estaba mirándola con una expresión más de sorpresa que de victoria.

- Menuda entrada - dijo el hombre.

No era alto, pero sí sólido como un árbol. Panza grande y carnosa, antebrazos grandes y carnosos, cuello y carrillos grandes y carnosos, completamente enfundado en unos ropajes de color blanco puro, con un tono de piel igual que el de sus enemigos, sino más oscuro. Quizá fuesen de la misma altura, pero como mínimo le doblaba en peso. Tenía toda una mejilla surcada por una vieja cicatriz.

Brianda escupió hojas y tierra y susurró:

- Mierda.

Pero en lugar de asirla por el cuello, el hombre dio un paso atrás e hizo una leve reverencia.

- Por favor. - Y le cedió el paso con una ancha palma abierta, como podría haber hecho ella hacía solo un par de días a uno de esos nobles de Frías.

No había tiempo para reflexionar sobre el regalo, solo para agarrarlo con ambas manos.

- Gracias - jadeó Inés mientras se levantaba a duras penas, notando el sabor de la sangre en la boca.

La camisa mojada se había rajado sin remedio durante la caída, así que la dejó caer y siguió corriendo envuelta en su chaleco.

Llegaban ladridos de perros por detrás y Brianda en un atisbo de pánico giró la cabeza para ver a cuánta distancia estaba, hubiera caído al suelo de no ser por el hombre de blanco que la sujetó mientras caía y la levantó, Brianda se sintió con fuerzas renovadas, empezó a correr sin siquiera plantearse que acababa de pasar.

- ¿Brianda? ¿Eres tú? - Eran las voces de Mendo e Inés.

- ¡Voy…! - balbució ella- ¡corred…! - entre jadeos - ¡CORRED!

Tenían que vadear el río, ya veían el fuerte de Ubierna, incrustado en la montaña, como una pulga a un animal. Estaban tan cerca y al mismo tiempo tan lejos, el puente más cercano estaba a unas dos millas, demasiada distancia que recorrer en persecución, sin monturas, y con la situación física en la que estaban no llegarían a la primera milla, la otra opción era vadear el río, un completo suicidio, estaban en plena época de lluvias y eran más de doscientos metros de una orilla a la otra.

Volvió a aparecer el hombre de blanco, esta vez armado con una lanza una espada y un arco además de que tenía algo en su espalda, dos alas marrones que le doblaban en tamaño pero que tenían algo en las puntas, faltaban algunas plumas y había partes muy ennegrecidas como si se hubiera acercado demasiado al fuego. Brianda miró asombrada a su alrededor, ya no estaban en un bosque, ni siquiera parecía una habitación de un castillo, había una especie de niebla blanca muy densa, podría haber un vacío dos pasos más adelante, ella hubiera caído. Mendo e Inés estaban paralizados con expresiones de horror en sus caras y gestos de empezar a huir, ahora que los miraba con atención se daba cuenta de que hubo una refriega bastante intensa para liberar a los pocos hombres que los acompañaban, todos heridos algunos de gravedad. El hombre de blanco le estaba haciendo entrega de una lanza y un arco, brillaban con un fulgor rojizo, como si estuvieran aun siendo forjadas o estuvieran en llamas, con una gran reverencia decía:

- Aunque a veces parezca que os haya abandonado, recuerda, siempre estará a vuestro lado, aunque creáis que solo os castiga, son lecciones y pruebas a vuestra fe, las cuales habéis superado con creces.

- ¿Qué…? ¿Mi señor...? -. Brianda estaba henchida de júbilo, y al mismo tiempo de terror.

- No, pero soy alguien cercano a él, y habéis captado mi atención, alguien de vosotros tres ha estado rezando con una fuerza y una intensidad, incomparables-. Miró a Inés con gran satisfacción y curiosidad. - Deberías estarle agradecida a tú amiga.

-Pero… ¿Quién es usted…? - Pronunció esas palabras como si pudieran ser las últimas de su corta vida.

- El guerrero de ébano - lo dijo con el pecho hinchado, saboreando cada palabra y encuadrando los hombros, por lo que las alas se movieron con gran elegancia - o… Ubanaziel si lo prefieres.

Brianda no sabía qué decir ni hacer, se quedó quieta mientras él cogía sus manos y las colocaba encima de las armas.

- ¿Nos vas a ayudar...?

- Estaré más presente de lo que crees.

Empezó a hacerse uno con la niebla blanca para acabar desapareciendo en una explosión de luz y plumas marrones.

Cuando volvió en sí misma tenía la espada en la mano, ahora ya sí, de un color natural, plateada con detalles dorados en la empuñadura, no se le hacía pesada ni tampoco demasiado grande pese a que midiera casi lo mismo que ella, la manejaba como si fuera una extensión de su cuerpo, como si esa arma estuviera hecha para ella, o al revés. Además, la habían enfundado en una armadura recién pulida con detalles de color dorado, tanto en la cota de malla de los guanteletes como en los ribetes y en las decoraciones del peto y hombreras, le habían colocado un yelmo con una visera de cuero con al que no se le veía la cara.

Mendo llevaba puesto solo un guardabrazo y una hombrera de cuero negro en el brazo izquierdo, además del carcaj, el arco, negro con detalles en plata, las flechas hechas de una madera absolutamente negra, y la dactilera, una pieza de cuero negro completamente que Mendo nunca había usado antes en su vida, llevaba una “daga de la misericordia” para ejecutar a los malheridos cuando el combate acabase, era la primera vez que tenía un arco en sus manos.

Inés estaba tan desconcertada que no se había dado cuenta de la flecha que iba directamente hacia su pierna, ni de que se fue deshaciendo en el aire, como tampoco se dio cuenta de que los hombres a los que había conseguido liberar y que en tan mal estado se encontraban, en ese momento estaban completamente equipados y repuestos de sus heridas, estaba poyada en una lanza de casi dos metros, de color blanco como el hueso, rematada por una punta con doble filo decorada con dos alas. Su armadura consistía en una simple cota de malla de color blanco pura, además de unas grebas de cuero, una rodillera de blanca y un escarpe en el pie derecho rematado con una espuela en el talón.


- ¿Qué es todo esto, Brianda? -. Preguntó Inés.

- Has agradado a alguien importante Inés.

Mientras tanto, Mendo no había perdido la oportunidad de empezar a abatir moros con una precisión absoluta.

- ¡¡Por Castilla¡¡- Gritó antes de volver a lanzarse a la carga descargando todas las flechas que tenía a mano, seguido por los pocos hombres que quedaban, que fueron cayendo de uno en uno, no sin antes llevarse a tres o cuatro herejes por delante.

Mientras él se lanzaba a la carga sin pensarlo y malgastando toda su munición, ambas mujeres observaron la situación mientras se defendían de los atacantes.

-¿Alguna idea, Brianda?-. Dijo Inés mientras mantenía la lanza en ristre haciendo espacio entre ellas y los sarracenos, ensartando a uno de ellos y desequilibrando a otros tantos.

- La verdad es que no, pero, ¿No estás un poco cansada de huir?-. Le miró a los ojos y sonrió mientras se lanzaba a la carga siguiendo el ejemplo de su hermano.

Inés se puso a la par de ellos zafándose de los atacantes con una velocidad y una habilidad pasmosas. Cuando Mendo se quedó sin flechas desenvainó la navaja y empezó a dar puñaladas a todo los que se moviera y estuviera a su alcance, pero, en un breve momento de debilidad osó mirar a su alrededor y comprobó que sólo quedaban ellos tres, sin ninguna herida, pero solos.

- Brianda, tenemos que irnos, ahora-. Mientras tanto ellas tenían sus propias ideas, conseguirían frenar el avance musulmán, aunque fuera lo último que hicieran, alguien había imbuido sus cuerpos de una fuerza divina, y ellas no Le iban a decepcionar.  Mendo empezó a retroceder a duras penas, notándose cada vez más exhausto y atemorizado, empezó a correr mientras su hermana y su amiga se lanzaban contra los islamistas, dándole el tiempo y la distracción necesarios para poder huir sin ser visto, y los pocos que se fijaron en él no tuvieron tiempo de gritar nada antes de que sus gargantas hubieran sido cercenadas por el filo de su navaja.

Brianda e Inés se dieron cuenta de que faltaba Mendo demasiado tarde, se vieron rodeadas por oleadas de agarenos en cuestión de segundos, resistieron lo máximo que pudieron pero eran demasiados, cuando el primer filo llegó a tocar la piel de Inés en la espalda, en vez de gotear sangre salió un haz de luz de color blanco que cegó a todos sus enemigos ya ellas mismas, sin saber que acababa de pasar se lanzaron en un último contrataque en el que los filos enemigos cayeron sobre ellas como la lluvia cae en primavera sobre los árboles.

Mendo había conseguido llegar a la ciudadela a duras penas, ya habían empezado a aparecer las heridas que hasta ahora se habían mantenido ocultas, pero él no sisaba luz, sino que chorreaba sangre a borbotones. Empezó a pedir ayuda a gritos mientras su voz no se convertía en más que gorgoteos debido a que la sangre ya había entrado en sus pulmones, aullaba con el miedo de alguien que sabe que va a morir y que no ha conseguido nada que lo hiciera realmente feliz en su vida, se empezó a hundir en el suelo, y su sangre se fue haciendo una con la tierra mientras que su carne se fue endureciendo y oscureciendo rápidamente, de no ser por la sangre derramada antes nadie habría dicho que alguien estuvo allí, solo un pequeño pimpollo de ébano.


Cuando los cuerpos de Inés y Brianda se dejaron de mover definitivamente la luz adquirió un tono dorado y empezó a salir de sus cuerpos por las ranuras creadas por las espadas, las flechas y las hachas que empezaron a aparecer en ese momento, la luz tomó la forma de las dos mujeres, con la pequeña excepción de que estaban completamente desnudas y sin ninguna marca en su cuerpo, no había cicatrices ni cardenales que estropearan su piel, empezaron a ascender a los cielos a una velocidad pausada pero constante, como si algo las atrajese hacia arriba, mientras tanto sus asesinos huyeron despavoridos frente a tamaño espectáculo.

 

Mientras tanto yo seguí observando lo que sucedía durante semanas, balanceándome al son de los elementos, de vez en cuando un cuervo se paraba en mi hombro y me picoteaba, daba igual, yo ya no sentía nada, hasta que la podredumbre decidió por fin dejarme caer al suelo, los gusanos y la tierra hicieron el resto del trabajo del que no se encargaron los pájaros, ni lobos ni  moscas.

Por fin puedo descansar…